Durante toda mi vida había tenido encuentros no deseados con entidades de todo tipo de frecuencia y vibración. No quería escuchar lo que tenían que decir porque estaba demasiado asustada para darles la oportunidad de manifestarse a su antojo. Los ataques psíquicos y físicos que alguna vez sufrí de entidades oscuras, hacían muy difícil que sintiera la curiosidad suficiente para abrirme a experimentar con las cosas que me parecían menos aterradoras, pero igualmente desconocidas.

Tengo muchas anécdotas y episodios con fallecidos, entidades que se presentaban en mi cuarto y que a cierto nivel yo sabía que estaban muertos y que habían sido humanos. Pero mi núcleo familiar era cristiano evangélico proveniente de una familia católica practicante. Ellos me repetían que los muertos no andan sobre la tierra y que lo que yo veía era un engaño del demonio. Así que, a toda costa, evitaba escuchar o sentir estas presencias. La única forma en la que interactué con algunos de ellos sin saber lo que eran, y conocer así ancestros cercanos, fue sacando el valor de una mentira: que eran imaginarios.

Pero la primera vez que por decisión propia me adentre en este maravilloso mundo a buscar conversación con ellos fue acercándome a mis 26 años, cuando ya llevaba casi dos años meditando y perdiendo el miedo paulatinamente a todo lo que me rodeaba. Las visiones que aparecían en medio de mis meditaciones comenzaron a tomar vida propia, me costaba salir de ese estado y perdía la noción del tiempo, podía estar horas viendo aquellas cosas pensando que habían pasado minutos. Cada imagen se volvía más nítida y detallada que la anterior, en ellas veía quien fui, veía cosas que pasarían en un futuro inmediato, pero sobre todo veía cosas que no entendía; retazos de mi memoria y cosas desconocidas que formaban imágenes simbólicas que construían mensajes que me guiaban a mis próximos maestros, a niveles más altos de consciencia y a prepararme para las cosas que debía hacer para seguir sanándome y evolucionando.

Una tarde volvía a casa en un Transmilenio (medio de transporte público de Bogotá) lleno de gente, siempre le he tenido fobia a las multitudes por la cantidad de cosas que veo salir de las personas, además de la sensación de que estamos respirando todos del mismo aire contaminado. Todos los días lidiaba con eso para poder ir a trabajar, pero ese día estaba mucho más sensible y perceptiva de lo normal; así que sentía que no podía respirar, me mareaba y creía que perdería la consciencia.  Iba en la mitad del vagón y decidí sentarme en el suelo y abrazar mi mochila. Recuerdo que cerré los ojos y pedí al Dios en el que entonces aun no creía que me protegiera. Le dije “si estás ahí, si existes, no permitas que muera aplastada en esta ciudad”

En un momento todo el ruido se apagó y escuchaba el entorno como si estuviera debajo del agua en una piscina y oí una voz como si saliera de un radio que me decía “No estás sola, estoy aquí.” Tarde un buen rato en recobrar la fuerza para abrir mis ojos y darme cuenta que estaba llegando a la última parada, el portal suba, que es donde me bajaba para caminar a casa.

En todo el trayecto caminando pude respirar y tratar de racionalizar lo que había pasado. Me di la explicación de que me había quedado dormida y que el miedo que sentía era la razón de ese sueño tan raro. En el camino – como cada tarde – había puestos de artesanos en la calle, solía pasar rápidamente sin fijarme mucho, pero ese día un indígena que vendía allí su mercancía me hizo señas de acercarme, no tuve el valor para tener más aventuras y decidí seguir caminando ignorando su invitación.

Al llegar a casa como ya era costumbre, me puse cómoda y me dispuse a meditar y sacar todo el ruido de la hermosa Bogotá de mi cabeza. No tardé mucho en volver a sentir que estaba bajo el agua, pero esta vez no tenía miedo. Las imágenes comenzaron a llegar a mi cabeza tan nítidas que parecía una película, me veía en primera persona, entraba a una tienda llena de telas de colores colgando, había un mostrador con péndulos de piedras brillantes y coloridas y un hombre que atendía el lugar detrás del mostrador. No había palabras todo estaba en silencio, mi atención se centró en el único péndulo que estaba roto y que era de cuarzo cristal, por lo que no tenía ningún color. Lo tome de la cadena y el comenzó a girar con mucha fuerza, el hombre tras el mostrador sin decir palabra puso el péndulo entre mis manos cerrándolas con fuerza y sacudió las suyas en símbolo de que me saliera de ahí, como echándome. Salí de la tienda y el sol brillaba en el cuarzo partido, vi sus aristas, sus perfectas imperfecciones y sentí mucho amor. En ese momento escuché un estruendo y sentí que debía abrir mis ojos y salir a buscar donde vendían péndulos.

Continuara…

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